Dentro del bote, la luciérnaga brillaba con luz mortecina. La luz era demasiado débil; el tono, demasiado pálido. Hacía mucho tiempo que no había visto una luciérnaga, pero creía recordar que éstas despedían una luz mucho más nítida y brillante en la oscuridad de las noches de verano. Tenía grabada en mí memoria la imagen de un bicho que desprendía una luz llameante.
Intenté recordar cuándo había visto una luciérnaga por última vez. ¿Dónde había sido? Logré recordar la escena. Pero no el lugar ni el momento. En la oscuridad de la noche se oía el ruido del agua. Había una esclusa de ladrillo, de modelo antiguo, que se abría y cerraba al girar una manivela. El río no era una corriente tan pequeño como para que las hierbas de la orilla pudieran ocultar casi por completo la superficie del agua. Los alrededores estaban sumidos en la penumbra. Una oscuridad tan profunda que, tras apagar la linterna de bolsillo, no me veía los pies siquiera. Y sobre el estanque de la esclusa volaban cientos de luciérnagas. Los destellos de luz se reflejaban en la superficie del agua como chispas ardientes. Abrí los ojos y comprobé que esa noche de verano era, si cabe, más oscura.
Destapé el bote, saqué la luciérnaga y la deposité en un reborde que sobresalía. La luciérnaga se sostenía a duras penas en su nuevo hábitat. De pronto avanzó hacia la derecha y se dio cuenta de que era un callejón sin salida. Después se dio la vuelta y se acurrucó. Permaneció inmóvil, como si hubiera exhalado el último suspiro.
Yo la observaba. Durante mucho rato no hicimos el menor movimiento. EL viento soplaba a nuestro alrededor. Las incontables hojas del olmo susurraban en la oscuridad.
Esperé una eternidad.
Fue mucho después cuando la luciérnaga levantó el vuelo. Desplegó las alas como si se le hubiese ocurrido de repente. Un instante más tarde, cruzaba la barandilla y se sumergía en la envolvente oscuridad. Describió, ágil, un arco en torno al depósito, tal vez intentando recuperar el tiempo perdido. Y tras permaneces unos segundo inmóvil observando cómo la línea de luz se extendía en el viento, voló hacia el sur.
Aún después de que la luciérnaga hubiera desaparecido, el rastro de su luz permaneció largo tiempo en mi interior. Aquella pequeña llama, smejante a un alma que hubiese perdido su destino, siguió errando eternamente en la oscuridad de mis ojos cerrados. Alargué la mano repetidas veces hacia esa oscuridad. Pero no pude tocarla. La tenue luz quedaba más allá de las yemas de mis dedos.
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